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miércoles, 17 de agosto de 2011

Sin prisas


Nadie parecía tener prisa en aquel juzgado. Eso se decía a sí mismo mientras se acomodaba lo mejor que podía en el camastro del calabozo, aunque se consolaba con la lentitud de la justicia y la festividad de un sábado veraniego, húmedo y pegajoso, para el que tampoco tenía ningún plan. Mientras su abogada, que debía traer el dinero de la fianza antes del mediodía, andaba por unos grandes almacenes con más interés por las rebajas que en subir al estrado, el juez untaba con parsimonia mermelada en las tostadas y leía el diario en la cafetería de la esquina; por contra, el guardia que custodiaba su aburrimiento había dejado de buscar su ayuda para resolver el crucigrama y dormía como una marmota, con suaves ronquidos que solamente cesaron cuando allí abajo se presentó su indignada señoría. Ignoró las excusas y torpes balbuceos del policía y a través de los barrotes le entregó el mandamiento de libertad. Pueden irse, dijo con desgana.


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