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viernes, 8 de julio de 2011

Hormigas


Descubrí a Ramiro Pinilla hace ya bastante tiempo, tras hacerme con uno de los tomos de Verdes valles, colinas roja, lo que sin duda constituyó todo un hallazgo, y así, sin tregua, cayeron los otros que completaban la trilogía de Las cenizas del hierro y demás obras de este bilbaíno.

Hace algo más de un año que Tusquets reeditó Las ciegas hormigas, la novela con la que Ramiro Pinilla ganó el premio Nadal en 1.960, y no parece haber sido tarea fácil-como el propio autor relata en el prólogo-rescatar la obra de las garras de la editorial Destino. En cierto modo, el libro es un anticipo de lo que más tarde sería la monumental trilogía antes citada y retrata a la perfección la dureza del medio rural vasco en la primera mitad del siglo pasado, en la inmediata posguerra, con una trama tan sencilla como efectista: un carguero inglés naufraga frente a la costa vasca y la familia de Sabas Jauregui, como el resto del pueblo, se lanza a la caza y captura del carbón-metáfora aquí del pan y el sustento diario- que iba destinado a los altos hornos. A partir de ahí, y en una noche de perros- como perra es la existencia de los personajes- en la que una lluvia torrencial va a jugar un papel destacado, los acontecimientos-todos y a su debido tiempo-se acabarán precipitando, de manera dantesca si se atiende a la muerte en el empeño de uno de los hijos de Sabas, o incluso grotesca si se valora el triste final de una aventura en la que los protagonistas echan el resto y algo más para no obtener nada y sí perder mucho. Pinilla acierta de lleno al mostrar la cruda realidad de los hechos tal como son, sin adornos ni tampoco paños que mitiguen o adulteren la hostilidad permanente que se respira en un ambiente negro y deprimente que excede a la familia, que se extiende a todo un pueblo donde los odios y rencores ancestrales resurgen con saña tras un letargo sólo aparente. La oscuridad, día y noche se confunden, está presente en todo momento y termina por crear una atmósfera asfixiante que permanecerá hasta el final, cuando la autoridad que representa el afable y perseverante teniente García trace una sencilla línea en su pequeña libreta.

La originalidad de la novela reside en su estructura narrativa, ya que son los diferentes protagonistas, con especial preponderancia y a modo de cronista objetivo de Ismael, el hijo pequeño de un Sabas Jauregui al que resto de la familia detesta y odia en silencio con todas sus fuerzas, los que se van sucediendo en el relato de los hechos de una forma absolutamente lineal si se exceptúa algún pasaje que a modo de flashback relata Josefa, la madre, quizá la víctima más destacada de una historia en la que todos fracasan, porque eso, fracasar y perder siempre, era el destino al que habían sellado su existencia. No obstante, hay una excepción a lo anterior: el padre, protagonista principal de la historia, el hombre duro del caserío, el buey incansable- y en esta historia los bueyes juegan un papel nada desdeñable- que tira del carro familiar para bien o para mal, queda relevado de esa función de narrador, quizá por estar siempre presente como desencadenante de la historia que se cuenta. Y mención aparte, aunque somera, merecen los demás personajes que van desfilando como hormigas, los otros hijos de Sabas: Fermín, el hijo medio tonto que muere despeñado en la rapiña del carbón; Cosme, el más cruel con el padre, que vive enamorado de una escopeta por estrenar; Bruno, desertor del servicio militar por una historia de celos, un loco que de forma imprudente pondrá sobre la pista del carbón a la autoridad implacable que representa el teniente García.

El último capítulo de la novela, un emotivo y cariñoso diálogo entre Sabas e Ismael cuando ya ha pasado el diluvio y vuelve tímidamente a lucir el sol, cuando el fiasco de la empresa se ha consumado con la entrega de todo el carbón expoliado y el entierro de Fermín ha sido cumplimentado como un farragoso trámite, revela la alegoría que tan acertadamente plasma Pinilla en el título, la del hormiguero y sus ciegas hormigas, la tragedia del trabajo incansable y agotador ante un destino tan adverso como inmutable, que se transmite generación tras generación como una condición forzosa de la persona:

-Pondrías una piedra y también la remontarían. Destrozarías a azadonazos su recinto y siempre quedarían algunas para reanudar la misma vida de esfuerzo bien aquí o en otro lugar. Siempre siguen adelante. Tropiezan y se levantan. Están preparadas para vencer todo lo que les pongan por delante. Son invencibles. Han sido creadas con esa consigna y la cumplen.

La presente edición cuenta con un certero epílogo de Fernando Aramburu, otro profundo conocedor del medio natural y social por el que discurre una novela justamente premiada.

Nota: esta reseña, con muy pequeñas variaciones, se publicó hace ya un tiempo en la Biblioteca Fantasma. Una nueva edición de cuentos de Pinilla me ha animado a recuperarla.


1 comentario:

Tolerancio dijo...

Pajín... neee-na... cierro los ojos y paladeo tu nombre en la soledad de mi habitación... uuuuyyyy... cariño... hummm...
anda, me he colao de artículo. Mil perdones.